¿Cuál es la pauta arquetipal que dirige tu vida?
Para muestra de aquellos que quieran adentrarse un poco en este tema, les invito a leer el siguiente artículo, con el cual pueden adquirir una primera panorámica sobre la función biográfica de los arquetipos y su impacto en la vocación del hombre.
Este será un primer artículo de una serie sobre el tema.
Buen provecho y buena digestión mental-emocional.
Wladimir Oropeza
Psicólogo / Asesor Vocacional
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LA FUNCIÓN BIOGRÁFICA DE LOS ARQUETIPOS. A PROPÓSITO DE MIRABEAU O EL POLÍTICO
Juan Padilla Moreno
Siempre he creído ver en Mirabeau una cima del tipo humano más opuesto al que yo pertenezco, y pocas cosas nos convienen más que informarnos sobre nuestro contrario. Es la única manera de complementarnos un poco. Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político”. Así introduce Ortega en su librito Mirabeau o el político, publicado en 1927, el concepto de “arquetipo”. A renglón seguido afirma: “Arquetipo, no ideal. No deberíamos confundir lo uno con lo otro”. Tenemos, pues, un concepto: el de arquetipo; un ejemplo: el arquetipo del político; y un caso que se presenta como cima de este arquetipo concreto: el de Mirabeau. Vamos a tratar de aprehender desde un punto de vista filosófico la realidad a que está refiriéndose Ortega.
Es sabido el interés de Ortega por el conocimiento biográfico. Fue gran lector de biografías, y autor de algunas, aunque en un sentido poco convencional. Esta de Mirabeau es una de ellas. En el género biográfico se pueden incluir escritos como Kant (1930), Goethe desde dentro (1932), Velázquez (1954), Goya (1958); pero la lista sería mucho más larga si incluyéramos artículos y escritos más breves. El grado de profundización en la vida de los personajes en cuestión es distinto según los casos. En algunos, como el de Goethe, lo que más le interesa a Ortega es desentrañar la vocación más íntima y auténtica del personaje y señalar su grado de fidelidad a la misma. Son quizá las biografías en el sentido más propio de la palabra. Algo semejante ocurre con su semblanza de Velázquez. En sus escritos sobre Kant, en cambio, el interés se dirige especialmente a la comprensión de la circunstancia histórica en que brota la obra del genial filósofo. En Mirabeau o el político Ortega busca otra cosa. No le interesa la vida íntima ni la vocación más honda de Mirabeau (que le parece, por lo demás, poco atractiva). Tampoco le interesa especialmente su contextualización histórica. Lo que persigue en él son los resortes internos que lo constituyen en caso ejemplar y extremo de un arquetipo, el del político. Más que su vida le interesa su ejemplaridad; le interesa su vida en cuanto que es ejemplar. Pero como se trata de una ejemplaridad vital, de arquetipos vitales, biográficos, es menester verlos en ejecución, actuando.
Lo que mueve a Ortega, como veremos, es un interés hondamente metafísico. Porque, no nos engañemos, “arquetipo” es un concepto metafísico, y lo que vamos a presenciar es una batalla más de Ortega contra el idealismo, el idealismo metafísico.
Arquetipo, en efecto, se opone a ideal. “Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales”. Los arquetipos son, por lo pronto, las condiciones que impone la realidad a cualquier proyecto vital, a cualquier biografía; condiciones básicas de compatibilidad. Son esquemas de tipos humanos constituidos por los rasgos mínimos “composibles”, como diría Leibniz. Los arquetipos se definen por contraposición; lo decisivo es que hay rasgos, notas, que son incompatibles, que se excluyen. Esto, que en la naturaleza resulta evidente, no lo es menos en la vida humana, si se toma en su integridad, con todos sus elementos constitutivos, los elementos necesarios y los de libre configuración.
Si los ideales se tomaran en serio, tendrían que partir de los arquetipos. Antes de preguntarnos sobre la configuración ideal de una vida, para que este ideal tenga verdadero relieve y contenido, tenemos que preguntarnos por la posibilidad concreta de su realización; y no por lo que respecta a las circunstancias contingentes y azarosas, sino en lo tocante a la posibilidad de estructuración de los elementos vitales básicos. El estudio de los arquetipos sería en este sentido estructuralismo; no un estructuralismo inerte, sino un estructuralismo biográfico. Los ideales humanos y morales quedan reducidos, de lo contrario, a meras abstracciones.
El idealismo que no tiene en cuenta las condiciones impuestas por la realidad propone como “deseables”, no sólo cosas que de hecho no son deseables en el sentido de que no pueden desearse eficazmente, sino además cosas que son deseables en muy escasa medida precisamente por su grado de abstracción, que las hace muy poco apetecibles. Sólo lo que se imagina con cierta concreción resulta realmente atractivo. “El ‘idealismo’ vive de falta de imaginación”. “El ‘ideal’ al uso es menos, y no más, que la realidad”.
Esto, por supuesto, no significa que no haya imperativos ideales en la vida. Los hay; pero estos imperativos no constituyen un bloque monolítico, no son un esquema fijo, sino varios —según los arquetipos—; y, en definitiva, los hay en la vida de cada cual. ¿Significa esto que lo que es bueno para unos no es bueno para otros? Significa que lo que unos pueden, otros no pueden hacerlo —se entiende, mientras sigan siendo lo que son.
Todas estas ideas generales las va descubriendo Ortega magníficamente en su ensayo sobre Mirabeau o el arquetipo del político. Y viene a cuento de que, habiendo sido Mirabeau un político genial que anticipó, en el agitadísimo período de la Revolución Francesa, lo que sería la política del siglo XIX, fue sometido a una especie de proceso post mortem y expulsado del Panteón de Grandes Hombres porque se habían descubierto ciertas “inmoralidades” en su vida. Joseph Chénier lo acusó ante la Asamblea afirmando que “no hay grande hombre sin virtud”.
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“La humanidad es como una mujer que se casa con un artista porque es artista y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado”, dice Ortega. Tanto el artista como el jefe de negociado pueden ser hombres “virtuosos”, pero las virtudes que tengan en cuanto tales no serán las mismas. Esta es la cuestión. Joseph Chénier es un alma mediocre, y lo que dice sería cierto si estuviera juzgando a un hombre como él. Pero cuando se trata de un hombre grande, magnánimo, las virtudes de que se trata son otras. No es que las virtudes del pusilánime (la honradez, la veracidad, la templanza sexual) no sean virtudes; lo son. Pero en el sistema de las virtudes del alma grande y creadora, las que podríamos llamar virtudes conservadoras desempeñan un papel subordinado. Y no reconocer esta subordinación supone en el fondo una perversión moral, “pues no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión dondequiera que hay subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. Y es, sin disputa, más fácil y obvio no mentir que ser César o Mirabeau” [1].
Esto plantea un problema moral, que es a la vez biográfico y metafísico. “En vez de censurar al grande hombre porque le faltan las virtudes menores y padece menudos vicios, en vez de decir que ‘no hay grande hombre sin virtud’, en vez de coincidir con su ayuda de cámara, fuera oportuno meditar sobre el hecho, casi universal, de que ‘no hay grande hombre con virtud’; se entiende con pequeña virtud” [2]. Es un hecho que puede resultar incómodo, perturbador, inquietante; pero es un hecho, que no puede eludirse.
“Es posible que el régimen de magnanimidad —sobre todo en el hombre público— incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios”. Cabe contestar que, en principio, esta incompatibilidad no es absoluta; pero, dado que no vivimos en una circunstancia ideal, sino concreta y limitada, la imposibilidad puede ser perfectamente real.
Los arquetipos, además de esta dimensión moral, tienen otra, previa, psicológica —con raíces incluso fisiológicas—. Pensemos en el arquetipo del político. En la vida se puede ser o impulsivo o reflexivo. ¿Se puede ser las dos cosas al mismo tiempo? Nuestra personalidad puede estar constituida por distintas dosis de estos componentes. Nadie carece enteramente de ninguno de los dos. Pero no se puede ser las dos cosas, impulsivo y reflexivo, al mismo tiempo. En el político domina la impulsividad. El político es un hombre de acción. “Todo menos soñar; es decir: imaginar que se hace algo sin hacerlo”. El impulsivo actúa, y luego, acaso, reflexiona sobre lo que ha hecho. La reflexión, en caso de darse, es posterior, no previa (por eso, el acto moral por excelencia de este tipo de caracteres es el arrepentimiento, no la abstención del mal; sólo se puede reclamar de ellos “una bondad homogénea con su temperamento”, “una bondad impulsiva, que no resulta de una deliberación, como la escrupulosidad, sino de la sanidad nativa de los instintos”). El hombre de acción se ocupa; el intelectual se preocupa.
El hombre de acción además, y el político de manera especial, es poco escrupuloso con la verdad; no se preocupa mayormente por la precisión y veracidad intelectuales. Tiene incluso cierta afición a la farsa y el histrionismo.
Vive volcado al exterior, identificándose con los conflictos de su entorno; lo que tiene dos grandes consecuencias psicológicas: en primer lugar carece de intimidad y, en segundo lugar, muestra una sorprendente falta de susceptibilidad. Por carecer de intimidad, suele ser, según Ortega, un hombre poco interesante para las mujeres, al menos para las no afectadas de frivolidad. Esta ausencia de intimidad hace que, por otro lado, apenas se le pueda acusar de egoísta, porque su yo, su interés, suele coincidir con algo que está fuera de él, que abarca e interesa a más gente. Respecto a la falta de susceptibilidad, dice Ortega: “¡Bueno fuera que, obligado a resolver conflictos exteriores, llevase también en su interior conflictos! Por fortuna, existe lo que yo llamo un cutis de grande hombre, una piel de paquidermo humano, dura y sin poros, que impide la transmisión al interior de heridas desconcertantes. También habría incongruencia en exigir al político una epidermis de princesa de Westfalia o de monja clarisa” [3].
Todos estos elementos (“impulsividad, turbulencia, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel”) son necesarios, forman parte del arquetipo. Pero no bastan para constituir a un gran político. Además de estos rasgos de carácter, hacen falta otras cualidades más específicamente políticas. El político tiene que tener tacto y astucia para conseguir de otros hombres lo que desea. Tiene que tener “cierto sentido, y como afición nativa a la justicia”. Tiene que saber administrar, al modo de una industria, los intereses materiales y morales de una nación. Todo esto es necesario, pero no basta. El gran político viene a ser “como un alto edificio, en que cada piso sostiene al que le sigue en la vertical. La política es la arquitectura completa, incluso los sótanos”. Las cualidades extrañas y más o menos viciosas son “los cimientos subterráneos, las oscuras raíces que sustentan el gigantesco organismo de un gran político”.
Finalmente, nos da Ortega la definición de lo que constituye para él al gran político. “Hay un sentido de la palabra ‘política’ que me parece la cima de su complejo significado y que es, a mi juicio, la dote suprema que califica al genio de ella, separándolo del hombre público vulgar. Si fuese forzoso quedarse en la definición de la política con un solo atributo, yo no vacilaría en preferir éste: política es tener una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado en una nación” [4].
Son de alguna manera las cumbres las que definen los arquetipos. Y lo son porque en ellas se dan los verdaderos ideales, los ideales realizados, los ideales que se apoyan en la verdadera estructura de la realidad.
Ortega no niega el ámbito del deber ser, no niega en este sentido los ideales. Negar el deber ser sería negar la historia. Sería afirmar los arquetipos en un sentido mítico frente a la innovación, que es lo propio del ámbito de la moral, del deber ser. Si no hubiera más que realidad en el sentido de necesidad, sólo habría arquetipos en el sentido de las culturas primitivas, eterno retorno [5]. Ortega evidentemente afirma los arquetipos en otro sentido. En un sentido que no niega los verdaderos ideales, los que traspasan la realidad asumiéndola, no haciendo abstracción de ella. Ni mero ser ni mero deber ser, sino deber ser lo que se pueda ser.
Aún hay que decir algo más acerca de los “vicios” propios de un prototipo humano y de un hombre magnánimo. Dado que las sombras son inevitables en medio de las luces, lo que hace que un ser humano, a pesar de tener sombras, sea un buen ejemplar de un tipo determinado es que esas sombras estén en su debido sitio; es decir, estén en función del proyecto que tal tipo humano encierra. Por ejemplo, se ha reprochado a Mirabeau su venalidad; y es cierto que Mirabeau se vendió. Pero lo que hace de Mirabeau un magnífico ejemplar de político es que no hizo su política en función de esta venalidad; sino al contrario, su venalidad estuvo en función de su elevada visión política. Si era inevitable venderse a alguien, lo hizo con suma elegancia.
No sólo eso. El hombre grande, por la intensidad de su acción, está expuesto a mayores riesgos. No es más virtuoso el que menos cae en la tentación, sino el que más veces la supera. “El venal Mirabeau es uno de los hombres que se han vendido menos, si se advierte que es uno de los hombres que más se ha querido comprar. El pusilánime, al hacer su cuenta al grande hombre, olvida siempre el otro factor, que es el esencial: su grande hombría” [6].
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Una verdadera psicología empírica debería trazar los perfiles de estos arquetipos. No es tarea fácil. Se trataría probablemente de una clasificación no menos rica que la de las especies animales y vegetales, con la complicación añadida de la variabilidad histórica y biográfica propia de lo humano. Ortega, en otros escritos, se ha ocupado también de otros “arquetipos”. Es muy interesante, por ejemplo, a este respecto, su Prólogo a Aventuras del capitán Alonso de Contreras, de 1943. Se trata en él del arquetipo del aventurero. Si el tipo del político era contrario al intelectual Ortega, lo es más aún el del aventurero, tal como él nos lo describe. Pero Ortega, como dice él mismo, quiere “dilatar su horizonte de humanidad”. El caso del capitán Contreras es también ejemplar: “La existencia de Alonso de Contreras nos presenta un ejemplo superlativo y químicamente puro de hombre aventurero”. El aventurero tiene muchos rasgos en común con el político: la impulsividad, la falta de reflexión e intimidad, el coraje y la energía física... A veces coinciden en una misma persona, como en el caso de Napoleón (“el mayor aventurero”, que confesaba: D’abord je m’engage, puis j’y pense). Al aventurero y al político los compara Ortega con un titán (más y menos que un hombre). Aunque la imagen zoológica más expresiva del aventurero es la del saltamontes.
Sin embargo, el verdadero político, el político completo, tiene una nota de intelectualidad que falta en el aventurero y que es necesaria en este para tener una “idea clara” de su misión. “Esta nota de intelectualidad —dice en fin Ortega— que, como un fuego de San Telmo, corona la enérgica figura del hombre de acción, es, a mi juicio, el síntoma que distingue al político egregio del vulgar (animalote) gobernante. Porque esos otros ingredientes, sin duda brutales, que constituyen su soporte vital, su peana psicofisiológica, aparecen en no pocos individuos. Casi todos los hombres de acción los poseen. Pero éste es, a mi juicio, el error: creer que un político es, sin más ni más, un hombre de acción, y no advertir que es el tipo de hombre menos frecuente, más difícil de lograr, precisamente por tener que unir en sí los caracteres más antagónicos, fuerza vital e intelección, impetuosidad y agudeza. (...) Conviene dar nombre a esa forma de intelectualidad que es ingrediente esencial del político. Llamémosla intuición histórica” [7].
A través de la biografía de Mirabeau, sucintamente expuesta entresacando unos cuantos rasgos y gestos expresivos, Ortega dibuja en su ensayo esa figura humana que es el político, uno de los muchos tipos que constituyen la estructura empírica de la vida humana, según la acertada fórmula de Marías. Un análisis riguroso de la vida humana, de la vida biográfica, descubre esta y otras estructuras que aportan a la vida de cada cual su dosis de fatalidad. Son las generaciones históricas otra estructura fatal; pero los arquetipos se sitúan en un estrato de la realidad todavía más hondo. Sin atrevernos a decir que sean intemporales —sería una exageración, es decir una falsedad—, sí diríamos que subyacen a las generaciones o, usando la bella expresión de Unamuno, que son intrahistóricos. Ortega insiste en que la vida es libertad. Pero sabe igualmente que no es sólo libertad. No se deja deslumbrar por ella. Para él la vida es un fatídico elegir, un tener que ser forzosamente libres. Pero la elección no es absoluta. El margen de elección es muy reducido. Es menester escoger entre un repertorio limitado de posibilidades, a lo sumo inventar algunas nuevas, condicionadas por nuestro pasado. Es lo que Sartre no quiere ver. Je ne peux pas me choisir comme n’importe quoi. Y sobre todas esas forzosidades se asienta, o mejor, surge en medio de toda ellas, esa otra forzosidad sui generis que es la vocación.
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[1] Obras completas, III, Alianza Editorial – Revista de Occidente, Madrid 1987, 613-614.
[2] Obras completas, III, ob. cit., 610.
[3] Obras completas, III, ob. cit., 625.
[4] Obras completas, III, ob. cit., 625.
[5] Cf Mircea Eliade, Le Mythe de l’éternel retour, Gallimard, París 1969, especialmente el capítulo Archétypes et répétition.
[6] Obras completas, III, ob. cit., 616.
[7] Obras completas, III, ob. cit., 635 y 636.
Circunstancia. Año III - Número 6 - Enero 2005
Ensayos - Fundación Ortega y Gasset
http://www.ortegaygasset.edu/contenidos.asp?id_d=357
Siempre he creído ver en Mirabeau una cima del tipo humano más opuesto al que yo pertenezco, y pocas cosas nos convienen más que informarnos sobre nuestro contrario. Es la única manera de complementarnos un poco. Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político”. Así introduce Ortega en su librito Mirabeau o el político, publicado en 1927, el concepto de “arquetipo”. A renglón seguido afirma: “Arquetipo, no ideal. No deberíamos confundir lo uno con lo otro”. Tenemos, pues, un concepto: el de arquetipo; un ejemplo: el arquetipo del político; y un caso que se presenta como cima de este arquetipo concreto: el de Mirabeau. Vamos a tratar de aprehender desde un punto de vista filosófico la realidad a que está refiriéndose Ortega.
Es sabido el interés de Ortega por el conocimiento biográfico. Fue gran lector de biografías, y autor de algunas, aunque en un sentido poco convencional. Esta de Mirabeau es una de ellas. En el género biográfico se pueden incluir escritos como Kant (1930), Goethe desde dentro (1932), Velázquez (1954), Goya (1958); pero la lista sería mucho más larga si incluyéramos artículos y escritos más breves. El grado de profundización en la vida de los personajes en cuestión es distinto según los casos. En algunos, como el de Goethe, lo que más le interesa a Ortega es desentrañar la vocación más íntima y auténtica del personaje y señalar su grado de fidelidad a la misma. Son quizá las biografías en el sentido más propio de la palabra. Algo semejante ocurre con su semblanza de Velázquez. En sus escritos sobre Kant, en cambio, el interés se dirige especialmente a la comprensión de la circunstancia histórica en que brota la obra del genial filósofo. En Mirabeau o el político Ortega busca otra cosa. No le interesa la vida íntima ni la vocación más honda de Mirabeau (que le parece, por lo demás, poco atractiva). Tampoco le interesa especialmente su contextualización histórica. Lo que persigue en él son los resortes internos que lo constituyen en caso ejemplar y extremo de un arquetipo, el del político. Más que su vida le interesa su ejemplaridad; le interesa su vida en cuanto que es ejemplar. Pero como se trata de una ejemplaridad vital, de arquetipos vitales, biográficos, es menester verlos en ejecución, actuando.
Lo que mueve a Ortega, como veremos, es un interés hondamente metafísico. Porque, no nos engañemos, “arquetipo” es un concepto metafísico, y lo que vamos a presenciar es una batalla más de Ortega contra el idealismo, el idealismo metafísico.
Arquetipo, en efecto, se opone a ideal. “Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales”. Los arquetipos son, por lo pronto, las condiciones que impone la realidad a cualquier proyecto vital, a cualquier biografía; condiciones básicas de compatibilidad. Son esquemas de tipos humanos constituidos por los rasgos mínimos “composibles”, como diría Leibniz. Los arquetipos se definen por contraposición; lo decisivo es que hay rasgos, notas, que son incompatibles, que se excluyen. Esto, que en la naturaleza resulta evidente, no lo es menos en la vida humana, si se toma en su integridad, con todos sus elementos constitutivos, los elementos necesarios y los de libre configuración.
Si los ideales se tomaran en serio, tendrían que partir de los arquetipos. Antes de preguntarnos sobre la configuración ideal de una vida, para que este ideal tenga verdadero relieve y contenido, tenemos que preguntarnos por la posibilidad concreta de su realización; y no por lo que respecta a las circunstancias contingentes y azarosas, sino en lo tocante a la posibilidad de estructuración de los elementos vitales básicos. El estudio de los arquetipos sería en este sentido estructuralismo; no un estructuralismo inerte, sino un estructuralismo biográfico. Los ideales humanos y morales quedan reducidos, de lo contrario, a meras abstracciones.
El idealismo que no tiene en cuenta las condiciones impuestas por la realidad propone como “deseables”, no sólo cosas que de hecho no son deseables en el sentido de que no pueden desearse eficazmente, sino además cosas que son deseables en muy escasa medida precisamente por su grado de abstracción, que las hace muy poco apetecibles. Sólo lo que se imagina con cierta concreción resulta realmente atractivo. “El ‘idealismo’ vive de falta de imaginación”. “El ‘ideal’ al uso es menos, y no más, que la realidad”.
Esto, por supuesto, no significa que no haya imperativos ideales en la vida. Los hay; pero estos imperativos no constituyen un bloque monolítico, no son un esquema fijo, sino varios —según los arquetipos—; y, en definitiva, los hay en la vida de cada cual. ¿Significa esto que lo que es bueno para unos no es bueno para otros? Significa que lo que unos pueden, otros no pueden hacerlo —se entiende, mientras sigan siendo lo que son.
Todas estas ideas generales las va descubriendo Ortega magníficamente en su ensayo sobre Mirabeau o el arquetipo del político. Y viene a cuento de que, habiendo sido Mirabeau un político genial que anticipó, en el agitadísimo período de la Revolución Francesa, lo que sería la política del siglo XIX, fue sometido a una especie de proceso post mortem y expulsado del Panteón de Grandes Hombres porque se habían descubierto ciertas “inmoralidades” en su vida. Joseph Chénier lo acusó ante la Asamblea afirmando que “no hay grande hombre sin virtud”.
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“La humanidad es como una mujer que se casa con un artista porque es artista y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado”, dice Ortega. Tanto el artista como el jefe de negociado pueden ser hombres “virtuosos”, pero las virtudes que tengan en cuanto tales no serán las mismas. Esta es la cuestión. Joseph Chénier es un alma mediocre, y lo que dice sería cierto si estuviera juzgando a un hombre como él. Pero cuando se trata de un hombre grande, magnánimo, las virtudes de que se trata son otras. No es que las virtudes del pusilánime (la honradez, la veracidad, la templanza sexual) no sean virtudes; lo son. Pero en el sistema de las virtudes del alma grande y creadora, las que podríamos llamar virtudes conservadoras desempeñan un papel subordinado. Y no reconocer esta subordinación supone en el fondo una perversión moral, “pues no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión dondequiera que hay subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. Y es, sin disputa, más fácil y obvio no mentir que ser César o Mirabeau” [1].
Esto plantea un problema moral, que es a la vez biográfico y metafísico. “En vez de censurar al grande hombre porque le faltan las virtudes menores y padece menudos vicios, en vez de decir que ‘no hay grande hombre sin virtud’, en vez de coincidir con su ayuda de cámara, fuera oportuno meditar sobre el hecho, casi universal, de que ‘no hay grande hombre con virtud’; se entiende con pequeña virtud” [2]. Es un hecho que puede resultar incómodo, perturbador, inquietante; pero es un hecho, que no puede eludirse.
“Es posible que el régimen de magnanimidad —sobre todo en el hombre público— incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios”. Cabe contestar que, en principio, esta incompatibilidad no es absoluta; pero, dado que no vivimos en una circunstancia ideal, sino concreta y limitada, la imposibilidad puede ser perfectamente real.
Los arquetipos, además de esta dimensión moral, tienen otra, previa, psicológica —con raíces incluso fisiológicas—. Pensemos en el arquetipo del político. En la vida se puede ser o impulsivo o reflexivo. ¿Se puede ser las dos cosas al mismo tiempo? Nuestra personalidad puede estar constituida por distintas dosis de estos componentes. Nadie carece enteramente de ninguno de los dos. Pero no se puede ser las dos cosas, impulsivo y reflexivo, al mismo tiempo. En el político domina la impulsividad. El político es un hombre de acción. “Todo menos soñar; es decir: imaginar que se hace algo sin hacerlo”. El impulsivo actúa, y luego, acaso, reflexiona sobre lo que ha hecho. La reflexión, en caso de darse, es posterior, no previa (por eso, el acto moral por excelencia de este tipo de caracteres es el arrepentimiento, no la abstención del mal; sólo se puede reclamar de ellos “una bondad homogénea con su temperamento”, “una bondad impulsiva, que no resulta de una deliberación, como la escrupulosidad, sino de la sanidad nativa de los instintos”). El hombre de acción se ocupa; el intelectual se preocupa.
El hombre de acción además, y el político de manera especial, es poco escrupuloso con la verdad; no se preocupa mayormente por la precisión y veracidad intelectuales. Tiene incluso cierta afición a la farsa y el histrionismo.
Vive volcado al exterior, identificándose con los conflictos de su entorno; lo que tiene dos grandes consecuencias psicológicas: en primer lugar carece de intimidad y, en segundo lugar, muestra una sorprendente falta de susceptibilidad. Por carecer de intimidad, suele ser, según Ortega, un hombre poco interesante para las mujeres, al menos para las no afectadas de frivolidad. Esta ausencia de intimidad hace que, por otro lado, apenas se le pueda acusar de egoísta, porque su yo, su interés, suele coincidir con algo que está fuera de él, que abarca e interesa a más gente. Respecto a la falta de susceptibilidad, dice Ortega: “¡Bueno fuera que, obligado a resolver conflictos exteriores, llevase también en su interior conflictos! Por fortuna, existe lo que yo llamo un cutis de grande hombre, una piel de paquidermo humano, dura y sin poros, que impide la transmisión al interior de heridas desconcertantes. También habría incongruencia en exigir al político una epidermis de princesa de Westfalia o de monja clarisa” [3].
Todos estos elementos (“impulsividad, turbulencia, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel”) son necesarios, forman parte del arquetipo. Pero no bastan para constituir a un gran político. Además de estos rasgos de carácter, hacen falta otras cualidades más específicamente políticas. El político tiene que tener tacto y astucia para conseguir de otros hombres lo que desea. Tiene que tener “cierto sentido, y como afición nativa a la justicia”. Tiene que saber administrar, al modo de una industria, los intereses materiales y morales de una nación. Todo esto es necesario, pero no basta. El gran político viene a ser “como un alto edificio, en que cada piso sostiene al que le sigue en la vertical. La política es la arquitectura completa, incluso los sótanos”. Las cualidades extrañas y más o menos viciosas son “los cimientos subterráneos, las oscuras raíces que sustentan el gigantesco organismo de un gran político”.
Finalmente, nos da Ortega la definición de lo que constituye para él al gran político. “Hay un sentido de la palabra ‘política’ que me parece la cima de su complejo significado y que es, a mi juicio, la dote suprema que califica al genio de ella, separándolo del hombre público vulgar. Si fuese forzoso quedarse en la definición de la política con un solo atributo, yo no vacilaría en preferir éste: política es tener una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado en una nación” [4].
Son de alguna manera las cumbres las que definen los arquetipos. Y lo son porque en ellas se dan los verdaderos ideales, los ideales realizados, los ideales que se apoyan en la verdadera estructura de la realidad.
Ortega no niega el ámbito del deber ser, no niega en este sentido los ideales. Negar el deber ser sería negar la historia. Sería afirmar los arquetipos en un sentido mítico frente a la innovación, que es lo propio del ámbito de la moral, del deber ser. Si no hubiera más que realidad en el sentido de necesidad, sólo habría arquetipos en el sentido de las culturas primitivas, eterno retorno [5]. Ortega evidentemente afirma los arquetipos en otro sentido. En un sentido que no niega los verdaderos ideales, los que traspasan la realidad asumiéndola, no haciendo abstracción de ella. Ni mero ser ni mero deber ser, sino deber ser lo que se pueda ser.
Aún hay que decir algo más acerca de los “vicios” propios de un prototipo humano y de un hombre magnánimo. Dado que las sombras son inevitables en medio de las luces, lo que hace que un ser humano, a pesar de tener sombras, sea un buen ejemplar de un tipo determinado es que esas sombras estén en su debido sitio; es decir, estén en función del proyecto que tal tipo humano encierra. Por ejemplo, se ha reprochado a Mirabeau su venalidad; y es cierto que Mirabeau se vendió. Pero lo que hace de Mirabeau un magnífico ejemplar de político es que no hizo su política en función de esta venalidad; sino al contrario, su venalidad estuvo en función de su elevada visión política. Si era inevitable venderse a alguien, lo hizo con suma elegancia.
No sólo eso. El hombre grande, por la intensidad de su acción, está expuesto a mayores riesgos. No es más virtuoso el que menos cae en la tentación, sino el que más veces la supera. “El venal Mirabeau es uno de los hombres que se han vendido menos, si se advierte que es uno de los hombres que más se ha querido comprar. El pusilánime, al hacer su cuenta al grande hombre, olvida siempre el otro factor, que es el esencial: su grande hombría” [6].
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Una verdadera psicología empírica debería trazar los perfiles de estos arquetipos. No es tarea fácil. Se trataría probablemente de una clasificación no menos rica que la de las especies animales y vegetales, con la complicación añadida de la variabilidad histórica y biográfica propia de lo humano. Ortega, en otros escritos, se ha ocupado también de otros “arquetipos”. Es muy interesante, por ejemplo, a este respecto, su Prólogo a Aventuras del capitán Alonso de Contreras, de 1943. Se trata en él del arquetipo del aventurero. Si el tipo del político era contrario al intelectual Ortega, lo es más aún el del aventurero, tal como él nos lo describe. Pero Ortega, como dice él mismo, quiere “dilatar su horizonte de humanidad”. El caso del capitán Contreras es también ejemplar: “La existencia de Alonso de Contreras nos presenta un ejemplo superlativo y químicamente puro de hombre aventurero”. El aventurero tiene muchos rasgos en común con el político: la impulsividad, la falta de reflexión e intimidad, el coraje y la energía física... A veces coinciden en una misma persona, como en el caso de Napoleón (“el mayor aventurero”, que confesaba: D’abord je m’engage, puis j’y pense). Al aventurero y al político los compara Ortega con un titán (más y menos que un hombre). Aunque la imagen zoológica más expresiva del aventurero es la del saltamontes.
Sin embargo, el verdadero político, el político completo, tiene una nota de intelectualidad que falta en el aventurero y que es necesaria en este para tener una “idea clara” de su misión. “Esta nota de intelectualidad —dice en fin Ortega— que, como un fuego de San Telmo, corona la enérgica figura del hombre de acción, es, a mi juicio, el síntoma que distingue al político egregio del vulgar (animalote) gobernante. Porque esos otros ingredientes, sin duda brutales, que constituyen su soporte vital, su peana psicofisiológica, aparecen en no pocos individuos. Casi todos los hombres de acción los poseen. Pero éste es, a mi juicio, el error: creer que un político es, sin más ni más, un hombre de acción, y no advertir que es el tipo de hombre menos frecuente, más difícil de lograr, precisamente por tener que unir en sí los caracteres más antagónicos, fuerza vital e intelección, impetuosidad y agudeza. (...) Conviene dar nombre a esa forma de intelectualidad que es ingrediente esencial del político. Llamémosla intuición histórica” [7].
A través de la biografía de Mirabeau, sucintamente expuesta entresacando unos cuantos rasgos y gestos expresivos, Ortega dibuja en su ensayo esa figura humana que es el político, uno de los muchos tipos que constituyen la estructura empírica de la vida humana, según la acertada fórmula de Marías. Un análisis riguroso de la vida humana, de la vida biográfica, descubre esta y otras estructuras que aportan a la vida de cada cual su dosis de fatalidad. Son las generaciones históricas otra estructura fatal; pero los arquetipos se sitúan en un estrato de la realidad todavía más hondo. Sin atrevernos a decir que sean intemporales —sería una exageración, es decir una falsedad—, sí diríamos que subyacen a las generaciones o, usando la bella expresión de Unamuno, que son intrahistóricos. Ortega insiste en que la vida es libertad. Pero sabe igualmente que no es sólo libertad. No se deja deslumbrar por ella. Para él la vida es un fatídico elegir, un tener que ser forzosamente libres. Pero la elección no es absoluta. El margen de elección es muy reducido. Es menester escoger entre un repertorio limitado de posibilidades, a lo sumo inventar algunas nuevas, condicionadas por nuestro pasado. Es lo que Sartre no quiere ver. Je ne peux pas me choisir comme n’importe quoi. Y sobre todas esas forzosidades se asienta, o mejor, surge en medio de toda ellas, esa otra forzosidad sui generis que es la vocación.
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[1] Obras completas, III, Alianza Editorial – Revista de Occidente, Madrid 1987, 613-614.
[2] Obras completas, III, ob. cit., 610.
[3] Obras completas, III, ob. cit., 625.
[4] Obras completas, III, ob. cit., 625.
[5] Cf Mircea Eliade, Le Mythe de l’éternel retour, Gallimard, París 1969, especialmente el capítulo Archétypes et répétition.
[6] Obras completas, III, ob. cit., 616.
[7] Obras completas, III, ob. cit., 635 y 636.
Circunstancia. Año III - Número 6 - Enero 2005
Ensayos - Fundación Ortega y Gasset
http://www.ortegaygasset.edu/contenidos.asp?id_d=357
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